sábado, 28 de noviembre de 2009

la mirada del loco


Acaba de irse. La mano me quedó ardiendo. Duele. Corroída por escarabajos que bailan bajo mi piel. Su mano está sucia, las yemas de los dedos, negros. Los veo de reojo cuando me dice mira aquí, después de haberme dicho que mis ojos son “bonitos”, antes de pedirme los 50 céntimos que aplacarán su hambre. Pero antes de todo esto, sólo se había acercado para pedir, como hace en cada trayecto, un cigarro.


_ No fumo.

_ Tienes unos ojos muy bonitos.

_ Gracias.

_ Mira aquí.

_ No

_ Dame cincuenta céntimos. Sólo son 50 céntimos. Tengo hambre.

_ Si quieres... Te doy mi merienda.


El loco aparenta no escucharme, va de pasajero en pasajero pidiendo los cincuenta cigarros céntimos. Pide con el aliento en las pestañas, con la flexión de las rodillas, con la curvatura de la espalada, con la saliva que se escurre por el lagrimal de su boca.


_ Aquí te la dejo.


Mi voz no lo alcanza. Tres o cuatro cincuenta veces más pide y vuelve a pedir acercándose a cincuenta milímetros de los rostros céntimos. Imposible evitarle la mirada. Coloca su dedo índice entre mis ojos, justo en el valle donde acaba o empieza la nariz y me pide que mire.


_ Ahora mira aquí.


Lo hago de reojo, para no dejarme atrapar por el mundo que esconden sus cristalinos verde mar. Si miro me pierdo, pero si veo hacia donde él me señala me convertiré en cíclope. Lo podría devorar.


_ Tienes unos ojos...


El loco no puede referirse a la belleza de mis ojos. No como tal, marrones, normales, valiosos ojos. Mis ojos. En cambio para él, mi mirada afirma su existencia. Define, con una exactitud desesperante, más precisa que cualquier espejo/ventana de cualquier vagón, su lugar en el mundo. Develo su ser. Pero mientras él se concreta, yo me voy desvaneciendo.


_ ¿Tienes un cigarro?

_ No.

_ Dame cincuenta céntimos.

_ No.

_ Tienes. Tú tienes. Sé que tienes.

_Te doy mi merienda. Si quieres. Si la quieres... Te la dejo aquí.


El loco me coge de la mano y se acerca tanto que ya está dentro de mí. Soy él. Un reflejo deformado. El deseo. Su hambre. Las manos ardientes enterradas cual agujas. Soy la herida. La angustia. Su respiración. El vértigo de la posibilidad. Hasta que desvío la mirada y me extravío en el paisaje. Sólo le queda destapar el paquete. Y lo hace con su mano, que tantea, garrapatea hasta atrapar la presa. Pero antes de abandonar el vagón, antes, incluso, de acometer una nueva ofensiva, ha devorado la única huella de su intuición: la magdalena. La única prueba física de su conciencia. La chispa. Una milésima de realidad, para él convertida en ficción.

2 comentarios:

Rai dijo...

Sorprendido por tus palabras (creo que eres la primera persona que he conocido que ha sabido ver lo que hay tras la 'máscara', sin conocerme, simplemente leyendo mis tonterías)... Me ha encantado tu comentario: muestras que tienes perspicacia sorprendente, capacidad de comprensión y que además sabes leer, entre líneas.

Por cierto, tu relato es precioso; no hay desafío que valga, si te leo es porque me gusta lo que cuentas y se te digo que algo de lo que dices y como lo dices me parece bello, no es por cumplir, si no porque lo es.

Bonita imagen la de esos ojos confundidos en tu mirada. Con tu descripción hs sabido expresar un instante muy complejo. Creo que al menos he 'comprendido' o asimilado tu sensación con otras sensaciones mías en casos similares.

Un abrazo

la sonrisa del calabacín dijo...

Con tus palabras dibujo un caligrama y me dejo abrazar.
Gracias!