Por la mañana de un día cualquiera un camión desembarcó una brigada del ayuntamiento en la cancha de futbol: treinta brazos subcontratados y armados de maquinaria que se ocuparían, en muy pocas horas, de abrir cinco fosas en la línea central.
De portería a portería.
Al medio día, los huecos ya habían sido cubiertos con cemento y coronados por cuatro vallas cada uno. Pero los chicos del barrio volvieron a la cancha y, apartadas las vallas, se pusieron a jugar futbol.
Tres días tardó en aparecer el mismo camión sin perforadoras ni brigada, sólo con un hombre y un candado, para cerrar el acceso a la cancha. Pero los chicos del barrio volvieron y, una vez saltada la reja, se pusieron a jugar futbol. Hasta ayer,
de un día cualquiera. De madrugada, cinco flamantes mesas de pin-pon fueron colocadas proporcionalmente, una al lado de la otra, en la línea central de la antigua cancha de futbol. Y cuando los chicos del barrio volvieron… miraron el cielo, las paredes de la muralla, los mendigos de la metadona, el descampado lleno de caca, la calle, la acera, la pelota y las ansias de chutar a gol.
Ahora ya no hay gritos ni porterías, nadie levanta polvo ni rompe ningún cristal. No son muchos los chicos del barrio que vuelven. Y será difícil conocerlos si no jugamos a futbol.